LA CAJA
Luis Nieto
Antes del amanecer,
las niñas se habían despertado. La mayor encontró una caja cuya tapa tenía una
carta. La caja estaba sobre la mesa. La carta fue abierta por la niña, mientras
su hermanita esperaba atenta para saber lo que contenía escrito.
Era un obsequio de
su padre para ambas, ya que cumplen año el mismo mes. La menor a principios y
la mayor a finales, aunque se llevan dos años de diferencia.
Era mediados de
noviembre, hacía frío, y el regalo traía apenas un poco de felicidad a la casa.
Su madre salió el
martes por la noche, hace casi una semana, ella no había regresado. Además su
padre no vive con ellas, sólo esporádicamente envía regalos a las tres.
Anochecía, las niñas
no querían abrir la caja, no por miedo, sino era tal su tristeza que el sólo
hecho de recibir algo de su padre, les era suficiente.
No dejaban de
mirarse la una a la otra, ninguna siquiera hacía por voltear a ver la caja.
Se fueron a dormir.
Había una calma que pesaba, era voluminosa, fatigante. Las vigas del techo crujían,
caía el polvo. El viento soplaba entrando por las improvisadas ventanas,
chuecas, remendadas.
Las niñas no tenían
miedo, durmieron largo tiempo.
Amaneció, hasta a
los grillos les pesaba emitir su canto. Se diluía en la espesura.
La caja seguía sobre
la mesa. La carta en el suelo.
Un rayo de luz la
cubría, dejaba entrever el escrito.
La menor de ellas
tomó la carta, la leyó, se quedó mirando a su hermana, volvió a tirar la carta
al suelo, mientras la mayor salía al patio, en seguida su hermanita la alcanzó.
Estaban sentadas
junto a un estanque, ahí les daba el sol, mejor que en otro lado.
A pesar de estar
mejor situadas, viniera de donde viniera, el sol era insuficiente, sólo
calentaba un poco las ropas y los cuerpos, nada más.
Con esa
insuficiencia, el sol era más cálido que una caja cuyo contenido, fuera cual
fuera, no alteraría ni apaciguaría la ausencia, la calma, el frío, las sillas
vacías.